domingo, julio 16, 2006

El príncipe de las mareas

Acabo de terminar de leer “The Prince of Tides” de Pat Conroy. Al principio me resistí a la lectura, pero en realidad, tengo pocas opciones para evadirme y más cuando no soy una amante de la naturaleza y la contemplación extática (esa la dejo para las noches y el techo es el único recipiente de tales éxtasis solitarios).

Así que, repito, terminé de leer la novela. Puedo dibujar tantas semejanzas y disimilitudes con mi propia historia en la ficción leída, que sería verdaderamente aburrido y absolutamente imperdonable el siquiera intentarlo. A pesar de ello, por alguna razón sólo conocida quizás por mí y algunos iniciados en mi biografía (pobres) la lectura me ha dejado abatida por completo. Y no es sólo la tragedia de una vida como cualquier otra –con todas las cosas excepcionales que las vidas como cualquier otra tienen-, no es sólo la pérdida de los amores que te sostienen a fuerza de memoria, no es sólo el recuento sucinto de un pueblo pequeño y catástrofe impávida de sus habitantes, no son sólo los fantasmas y alucinaciones que reviven en la histeria de sus personajes.

Es algo más. Algo que se asoma cínico y desalmado desde los insondables misterios de mi enfurecida psique que escupiendo al cielo piensa que así voy a reaccionar.

Y de una vez lo grito pa que luego no me digan qué es lo que estoy pensando (ya se sabe, los amigos creen que están dentro de nuestras cabezas y que saben exactamente cómo nos sentimos, qué pensamos y por qué hacemos las cosas que hacemos). Pienso en una pequeña ciudad al norte de México. Una horrenda ciudad asquerosamente conservadora. Una ciudad-trampa. Una ciudad habitada por mercenarios y sicarios de primera, por políticos de quinta, educadores de cuarta y ciudadanos de tercera. Una ciudad que tengo metida por debajo de la piel. Ese nauseabundo y caluroso punto del universo (de este universo) es la perdición de sus hijos e hijas. Es Cronos y Gea en absoluta complicidad. Y mientras el padre devora a los hijos, la madre sale a tomarse un café al Casino Victorense.

Esa ciudad me duele. Me duele hasta los dientes. Me duele ser hija de esa ciudad y me duele ser tan estúpida y encabronadamente su abnegada descendencia.

Aquellos que lograron huir, nos incitan a los atrapados en sus redes viales que escapemos. Sólo hay que tomar una carretera y salir huyendo. Pero no lo hacemos. Somos como el príncipe de las mareas. Aferrados a nuestra isla como al último totopo con sal sobre la faz de la tierra, así nos cueste la vida.

Y la vida nos ha costado. Yo no soy la princesa de las mareas. Cuando mucho soy el remedo de la Princesa Coja. La princesa en jeans, tenis y playera de a dólar que se rehúsa a ser todo lo grande que su principado le exige. Soy la princesa que cojea por las calles de Victoria agradeciendo los golpes que me da la tierra en que he nacido y que me ha dado y me ha quitado todo.

No se confundan aquellos que se dicen mis amigos. No es que sea triste. No. Estoy triste (que es la maravilla del castellano, esa diferencia sustancial que el francés y el inglés no tienen: la diferencia verbal entre ser y estar, entre el estado permanente y el temporal). El Norte del Norte me ha mostrado burlón y humillante mi falta de refinamiento, mi carencia de habilidades sociales, mi incapacidad para crear nuevos lazos afectivos de motu propio (pero un día pagará caro tal osadía). Pero además, me ha mostrado por qué detesto tanto a esa ciudad de la que tanto hablo. La odio con cada jodido y maldito gen que me compone porque es mía. Porque la amo más de lo que alguna vez he amado a un hombre, a un amigo, a un familiar. Amo esa ciudad porque soy yo misma gracias a ella. Y sin embargo, soy feliz (aquí sí). Soy feliz porque cada huída de las fauces del bestial remedo de urbe en que vivo sólo reafirma mi infinito amor por ella, por mi familia, por mis amigos y amigas, por esos hombres amados y perdidos siempre fuera de ella (imposible amar a un hombre y vivir ahí, la ciudad no me lo perdonaría nunca).

Estoy feliz (agréguese el estado temporal al permanente) porque sé que volveré a mi pequeño averno particular en pocos días. Mientras eso sucede, tendré un par de devaneos con otros pueblos y otras ciudades para volver a ella. Ahora sí, me voy. Tengo algunas memorias que llorar y ya se mojó el teclado.

4 comentarios:

Nana dijo...

y yo te amo a ti cabrona

zazila dijo...

Mando un abrazo para compartir las tristezas y las alegrías.

Jo dijo...

aqui estamos amiga, padeciendo como tu el odio amor a esta ciudad.
Esperamos tu regreso..

Nana dijo...

Basta por favor!!!!!! ya no quiero ver el príncipe... a qué horas son las mareas?